Siempre me pregunté qué diferencia habría entre aquellos que han aceptado a Jesucristo como su salvador y aquellos que aún no lo han hecho.
Una pregunta superficial tal vez o incómoda para muchos. Pero importante para mi corazón.
A lo largo de las sagradas escrituras se responde de manera contundente a esta cuestión.
Si hay una diferencia. Una enorme diferencia.
Pero no fue sino hasta que mi madre perdió su vista que viví esta respuesta en carne propia.
Glaucoma agudo.
Dolor intenso.
Tres operaciones.
Oraciones que parecían no ser contestadas.
La pérdida de sus dos ojos.
Cuando la trajeron de vuelta a casa, me senti profundamente conmovido al ver tan frágil a mi pobre madre, sin su vista.
No pude evitarlo. Mis ojos se llenaron de lágrimas por sus ojos y mi corazón se lleno de tristeza por su corazón.
Traté de que ella no escuchara que estaba llorando.
Me mantuve a distancia. Pero ella me llamó.
Hay cosas que no se pueden mantener ocultas a los ojos de una madre aunque sus ojos físicos se hallan cerrado. Y es que ellas tienen la capacidad de ver a sus hijos con los ojos del alma.
No llores -Me dijo.
A mi no me importa si no vuelvo a ver en esta vida...
Yo sé que cuando mi Jesús vuelva, mis ojos se abrirán para verlo venir en gloria. Yo se bien que volveré a ver en aquel día. Y lo primero que mis ojos verán será a mi Jesús.
-Yo tomé su mano entre las mías. Y bendije a Dios por darle esta clase de fe a mi madre.
Siempre me pregunté qué diferencia habría entre aquellos han aceptado a Jesucristo como su salvador y aquellos que aún no lo han hecho.
Aquella tarde, mi madre, con sus ojos vendados, frágil y humilde me dió la mejor respuesta.
Una respuesta viva.
Latente.
Irrefutable.
Claro que hay una enorme diferencia:
Se llama fe y esperanza.
Se llama nunca más solos en esta vida.
Nada compra esta fortaleza
Y nada la puede destruir. (Mt. 28:20)
Una pregunta superficial tal vez o incómoda para muchos. Pero importante para mi corazón.
A lo largo de las sagradas escrituras se responde de manera contundente a esta cuestión.
Si hay una diferencia. Una enorme diferencia.
Pero no fue sino hasta que mi madre perdió su vista que viví esta respuesta en carne propia.
Glaucoma agudo.
Dolor intenso.
Tres operaciones.
Oraciones que parecían no ser contestadas.
La pérdida de sus dos ojos.
Cuando la trajeron de vuelta a casa, me senti profundamente conmovido al ver tan frágil a mi pobre madre, sin su vista.
No pude evitarlo. Mis ojos se llenaron de lágrimas por sus ojos y mi corazón se lleno de tristeza por su corazón.
Traté de que ella no escuchara que estaba llorando.
Me mantuve a distancia. Pero ella me llamó.
Hay cosas que no se pueden mantener ocultas a los ojos de una madre aunque sus ojos físicos se hallan cerrado. Y es que ellas tienen la capacidad de ver a sus hijos con los ojos del alma.
No llores -Me dijo.
A mi no me importa si no vuelvo a ver en esta vida...
Yo sé que cuando mi Jesús vuelva, mis ojos se abrirán para verlo venir en gloria. Yo se bien que volveré a ver en aquel día. Y lo primero que mis ojos verán será a mi Jesús.
-Yo tomé su mano entre las mías. Y bendije a Dios por darle esta clase de fe a mi madre.
Siempre me pregunté qué diferencia habría entre aquellos han aceptado a Jesucristo como su salvador y aquellos que aún no lo han hecho.
Aquella tarde, mi madre, con sus ojos vendados, frágil y humilde me dió la mejor respuesta.
Una respuesta viva.
Latente.
Irrefutable.
Claro que hay una enorme diferencia:
Se llama fe y esperanza.
Se llama nunca más solos en esta vida.
Nada compra esta fortaleza
Y nada la puede destruir. (Mt. 28:20)