abril 25, 2007

EMANUEL, LLENA MI CANTARO



Las citas a las que Jesús acudió nunca fueron improvisadas ni por casualidad. Eso me gusta de él.
No fuimos casualidades en su camino.
El nuestro, es un Dios que busca incansablemente, hasta encontrarnos.
Miles y diferentes son sus caminos para llegar a nosotros. Pero siempre sentiremos el delicado roce de su mano tocándonos suavemente, invitándonos a seguirle.

Podemos escudriñar cuidadosamente los evangelios y en los cuatro descubriremos a un Dios personal.

Emanuel si es Dios con nosotros.

Observen por ejemplo, el caso de la mujer samaritana. (Juan 4:4-42)

Todo lo que pasó aquella tarde: la manera como Jesús y ella se encontraron.
Todo lo que él le dijo y el milagro que ocurrió en el corazón de aquella mujer, ¿fue casualidad? ¿Se la encontró el Señor en su camino y aprovechó para mostrarle el camino de paz? Por cierto que no.


Miren este versículo: “Y le era necesario pasar por Samaria”. –v 4

Hablaron de tantas cosas:
Reglas étnicas y culturales.
Pozos profundos.

Derechos territoriales.

Métodos de adoración.
Conceptos filosóficos.

Aún, de la situación conyugal de la samaritana.


Pero en medio de toda aquella charla, había una interrogante flotando en el ambiente.
Una pregunta arraigada por años en el corazón de aquella mujer.
Una duda que Jesús respondió, porque en realidad ese era el motivo de su “encuentro casual”.

Una pregunta que no se hizo y que sin embargo, quedó contestada.
Una cuestión entre líneas. Una respuesta clara y contundente. Para nuestro bien.


“Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”. –v20

¿Cuál es la pregunta aquí?
-Nuestros padres dicen que Dios está en Gerizim, por eso vinieron a adorarlo aquí.
Ustedes dicen que Dios está en Jerusalén y por eso allá es donde adoran.

Pero mi duda siempre ha sido,
¿Dónde está realmente Dios?
¿Dónde está cuando me siento tan vacía como mi cántaro?
¿Dónde, cuando me siento tan sola?

¿Dónde, cuando siento sed de él?
¿Dónde, cuando las heridas de mi alma son tan profundas como este pozo?


Amigos, Jesús escuchó claramente la pregunta que los labios de la mujer no pronunciaron abiertamente.

Así es él.

¿Les ha pasado que, cuando nos sentimos tan heridos, solos o vacíos, sentimos no tener las palabras adecuadas para acercamos a Dios y externarle nuestras dudas y temores.
No sabemos cómo acercarnos ni cómo orar.
¿No sabemos cómo decirle Dónde estás?

Bienvenidos al club.

Pero Dios tiene la capacidad de oír esas preguntas que intentamos esconder en los oscuros rincones de nuestra alma.
El puede oír el susurro de nuestro corazón.

¿Cuál fue la respuesta que sacudió el desfalleciente corazón de esta mujer y la llenó de paz?
¿Qué respondió el salvador a la pregunta silenciosa de la samaritana?

“Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo”. –v 26

¿Quedó respondida la duda de la mujer de Samaria?
…¿Y la nuestra?

Cuando el pozo es profundo.

Cuando el cántaro se vacía.

Cuando el sol quema la espalda y el sentimiento de culpa quema el alma.

Cuando nos preguntamos si somos tan malos que él tal vez ya se cansó de nosotros.

En esos momentos, no es Jerusalén, ni Gerizim donde Dios está.
En esos momentos, él no está sentado en un trono lejano, dirigiendo el cosmos.

En esos momentos el está a nuestro lado.

Junto a ti.
Junto a mí.


Las citas a las que Jesús acudió nunca fueron improvisadas ni por casualidad. No somos casualidades en su camino.
El nuestro, es un Dios que busca incansablemente, a hasta encontrarnos.
Miles y diferentes son sus caminos para llegar a nosotros.
Podemos escudriñar cuidadosamente los evangelios y en los cuatro descubriremos a un Dios personal.
Emanuel si es Dios con nosotros.

abril 09, 2007

¿QUIÉN SUBIÓ PRIMERO A LA BARCA?



Mateo 14:24-32 es uno de mis pasajes favoritos. Hay valiosas joyas para nosotros ahí:

Y ya la barca estaba en medio del mar, azotada por las olas; porque el viento era contrario.

Siempre ha sido así: desde que la pequeña embarcación de Dios comenzó su travesía con destino a las playas eternales, ha sido azotada por las olas, el viento le ha sido contrario.
Todo aquél que se vuelve tripulante de esta embarcación lo sabe por experiencia propia: tiene que bregar contra el viento. Navegar contra corriente.

Amigos aquí hay una lección: esta barca en nuestras manos se hunde. Pero en sus manos, sigue su derrotero. Se ve pequeña y frágil, pero nada la hunde. Porque no es nuestra, es de él.

Mas a la cuarta vigilia de la noche, Jesús vino a ellos andando sobre el mar.
La cuarta vigilia. La hora más pesada y oscura de la noche. Cuando las fuerzas se agotaron y la barca parece hundirse.
Cuando lo único que queda es una dependencia plena y total de él.
Él nunca ha fallado. Por siglos ha dejado las huellas de su omnipresencia bien claras en la historia de este mundo.
Nada ocurre sin que él de su aprobación. Y tampoco más allá de su sabia voluntad.

Entonces le respondió Pedro, y dijo: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse.
¿Qué es lo sorprendente de este pasaje? ¿Que Pedro se hundiera? Por cierto que no.
A mi no me sorprende oír que tal o cual persona con tantos años dentro de la embarcación de Dios se ha hundido en las aguas turbulentas de este mundo.
Me sorprende que no se halla hundido antes.
Porque después de que el pecado encontró guarida en este planeta, lo más natural es hundirse. No está en nuestra naturaleza caminar sobre las aguas. Esa es la naturaleza de Cristo.
¿Y porqué Pedro si pudo caminar? Sencillo.
Fue la gracia de Cristo quien lo habilitó para ello.
Recuerda: si te hundes, eso, no es extraño. Pero si llegas a las playas eternas sólo hay una razón para ello, y no es tu poder o tu santidad. Es su gracia.
¿El secreto para caminar sobre las aguas? Ahí está: No apartes tu mirada de la suya.

Dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?

¿Comprenden el mensaje?
Si sientes que te hundes…
Súbete al sicómoro, como Zaqueo.
Métete por entre las piernas de la multitud, como la mujer enferma de flujo.
Abre un hoyo en el techo, como los amigos del paralítico.
O grita con todas tus fuerzas, como Pedro.
Pero no te quedes en tu rincón.
En la inacción.

Sal y alcánzalo.
Toca el manto.
Clama por ayuda.
Recibe la bendición.
Él está deseoso de dártela.
No lo dudes.

Y cuando ellos subieron en la barca, se calmó el viento.
Aquí va la pregunta obligada:
¿Quién de ellos subió primero a la barca?
¿Pedro o Jesús?
¿Jesús o Pedro?
Desde que encontré este pasaje quise saberlo. E imaginé muchas veces la situación.
Un día me pregunté: ¿Si yo hubiera sido Pedro cómo habría reaccionado?
Mírenlo ustedes:
El furioso viento de la tormenta castigando mis ojos.
La espesa oscuridad queriendo devorarme.
El terror de sentir que el piso se hunde bajo mis pies.
He caído de bruces.
Sólo alcanzo a gritar con todo lo que me resta de fuerzas: ¡Señor, sálvameeee!
Y él me toma de las manos.
No deja que me hunda.
Me aferro a él.
Sabiendo que de él depende mi vida.
Él es lo único que tengo para sobrevivir.

Amigos, es fácil llegar a la conclusión siguiente: Ni él subió primero a la barca. Ni Pedro tampoco.
¿Ustedes tendrían el valor de soltarse de él? Yo no. Ni pensarlo.
Para mí:
Ellos subieron juntos.
Al mismo tiempo.
Abrazados.

Yo, abrazado de él, porque si me suelto, me hundo.
Y él, permitiendo este abrazo desaforado, desmedido, fuera de lo común, porque me entiende. Y caminando a mi paso, porque me ama.

Así es como se sube a la barca de Dios. Y así es como se permanece en ella. Abrazados de Jesucristo.
Sólo así se puede navegar en medio de éste mar de la vida.
Sólo así se puede hallar la fe y las fuerzas para seguir.
Sólo a si se calma el fuerte viento.
Y viene la paz al alma.

abril 04, 2007

...SOLO VEN

¿Qué le dirás a tu padre, cuando vuelvas a casa?

¿Qué podrías argumentar a tu favor, si todo apunta en tu contra?

Tomaste la determinación de marcharte del hogar.

Exigiste una herencia que no era tuya por derecho aun, y la despilfarraste.

Te marchaste lejos, muy lejos del hogar y dejaste un corazón lastimado.

El de tu padre.

Viviste como creíste. Hiciste cuanto quisiste.

Pero…

Se acabó el dinero.

Se acabó el vino.

Y se fueron los amigos.

Buscaste ayuda.

Terminaste apacentando cerdos.

-Ellos viven mejor que yo- Murmuró tu corazón.

Por las noches lloraste. Recordando al pobre viejo que te rogó con lágrimas que no te fueras. Recordando sus suplicas y su mirada triste cuando cruzaste la puerta.

Espera.

El dijo algo entre sollozos cuando te marchabas.

-“Este es tu hogar hijo, vuelve cuando te sientas solo”.

“Este es tu hogar”…

Lo que tu alma no pudo encontrar mientras vaciabas tus bolsillos: un lugar cerca de su corazón.

“Hijo”…

Lo que nadie te brindó jamás: la certeza de su amor.

“Vuelve”

Lo que no podrías esperar de alguien a quien dañaste con tu actitud: Su perdón.

“Cuando te sientas solo.”

Lo que sientes ahora, precisamente.

Te has levantado.

Tomaste tus pocas pertenencias y tus mejores argumentos para convencerlo de que por lo menos te deje pasar la noche bajo su techo. De que por lo menos te dé trabajo en su finca como uno de sus jornaleros.

Mientras más te acercas al hogar más fuerte late tu corazón, lleno de sentimientos encontrados.

“Vuelve por donde viniste”- te dices a ti mismo.

“Continúa, el te recibirá” –te susurra el recuerdo de su amor por ti.

Alguien viene a encontrarte.

¿Será uno de los siervos de tu padre? Tal vez mandó a decirte que no eres digno de ver su rostro. Que te marches de su finca. Y tendría razón.

¿Será tu hermano mayor? Tal vez viene a reprocharte tu actitud y a pedirte que no enlodes más el nombre de la familia. Que te vayas. Y tendría razón.

Mira quien viene.

¡Es tu padre!

A lo lejos oyes su voz quebrantada de emoción: -“¡Mi hijo ha vuelto, mi hijo ha vuelto!”

Viene corriendo a tu encuentro con los brazos abiertos y un corazón lleno de ternura y compasión.

Cuando por fin están frente a frente, aclaras tu garganta. Quieres decir algo acerca de trabajo, hambre, jornaleros, pero el no te deja. Cubre de besos tu piel marchita. Abraza tu cuerpo enfermo. Acaricia tus cabellos sucios. Y llena de paz tu alma triste.

Hay una sonrisa en sus labios, lágrimas en sus mejillas y gozo en su corazón.

Ropa nueva, el anillo de la familia, alimento y fiesta para el hijo que estaba muerto y resucitó. Estaba perdido y fue hallado.

¿No lo entiendes?

No intentes entenderlo.

Así es tu padre.

Así es la gracia.

Así es Dios.

No intentes entenderlo.

Sólo ven. (Mat. 11:28)

¿ABRIRÁS?


Múltiples años he pasado ansioso
A tu puerta velando noche y día,
Y esperando me abrieras generoso,
He llamado y llamado con porfía.

Pero tu ingrato corazón que ignora
De mi insondable amor el justo enojo,
Me ha dejado llamar hora tras hora,
Sin correr de tu puerta el cruel cerrojo.

Mas Yo no vengo a demandarte abrigo,
Aunque estoy tan cansado y tengo frío...
Los ángeles de Dios están conmigo,
Cielos, tierra, la mar y todo es mío.

Yo quiero darte lo que tú no tienes:
A tu pecho la paz y la ventura,
Colmarte, sí, de celestiales bienes,
Y tornar en delicia tu amargura.

Vengo a ofrecerte mi amistad sincera,
La que te pruebo con mi mano herida...
¡Ay! posar a tu lado Yo quisiera
Esta noche tan triste de la vida.

Heme aquí, a la puerta todavía,
Llamo, llamo, el murmullo se silencia,
Si me abrieras feliz me sentiría,
Haciéndote feliz con mi presencia.

Vendrán los años de amargura impía
En que llores tu triste desventura,
De salvación se habrá acabado el día,
Y excusa no tendrás en tu amargura.

Ya me voy lamentando tu dureza;
No he tenido de tí la bienvenida.
Yo quise darte celestial riqueza,
El mismo cielo con mi misma vida.

Yo no puedo violar esta morada
Que se me cierra sin mirar mi anhelo:
Sin voluntad, mi amor sería nada,
Y muy triste también el mismo cielo.

Llamaré con paciencia en otra puerta,
En otro corazón tal vez ansioso,
Allí Yo sé que al encontrarla abierta,
Feliz seré con impartir mi gozo.

-- Arturo Borja Anderson --


abril 02, 2007

VOLVERÁ POR TI



Mi abuelita fue uno de los tesoros más hermosos que Dios me ha dado.

Cuando era un pequeñín de cuatro años, nadie, absolutamente nadie, conseguía convencerme de quedarme un sólo segundo en mi salón de clases.

Llevarme a preescolar era la batalla de cada día:
Obsequios.
Castigos.
Promesas.
Nada funcionaba.

Nada, excepto la ternura de mi abuelita. Era un amor.

¿Quién podía negarse a la petición de aquella maravillosa mujer?

Saben amigos, si los ángeles tiene la capacidad de tomar forma humana,creo que abuelita era uno de ellos.
Y éste ángel se quedó a mi lado por muchos años. Y lo podía ver, oír, tocar, y amar...

Cuando papá se marchó de casa, mamá tenía que salir a trabajar. Así que abuelita se hacía cargo de nosotros.

Una de las tareas más arduas para mis hermanos era llevarme a la escuela:
Ruth, mi hermana mayor, se desesperaba. Dos pellizcos y una nalgada no conseguían nada. Yo era un chico duro.
Adriana se conmovía. Era sencillo convencerla de que me llevara de vuelta a casa. Un par de lágrimas en el momento justo bastaban.
Y Saúl... seis años de diferencia no eran suficientes para convencerme.

Pero abuelita acariciaba mis cabellos.
Besaba mi frente.
Sabía decir palabras reconfortantes.
Siempre había en sus labios una sonrisa, y en sus manos una caricia.
Me tomaba de la mano, y aunque yo intentaba todas las estrategias que un chico de cuatro años podía idear, ella siempre conseguía lo que nadie lograba: Llevarme a clases.

-Cuando nos sentimos amados por alguien, suceden milagros ¿Cierto?

Recuerdo bien la escena:
Llegábamos a mi salón. Los demás chicos me miraban. No decían nada, sólo me miraban. Eso me asustaba. Yo los miraba. Miraba a mi abuelita. Los volvía a mirar. Y entonces...adivinaron.
Comenzaba el diluvio de lágrimas.

-No me dejes abuelita. Llévame contigo.
Ella se inclinaba tiernamente hacia mi.
Secaba mis lágrimas.
Tomaba con firmeza mis manos. Me infundía seguridad.

-Volveré pronto. Te lo aseguro.

Yo la miraba a los ojos. Había algo en aquella mirada que me hacía confiar. Era una mezcla de ternura y firmeza.

-¿De verdad volverás por mi?
-Si. Confía en mí.

Una dulce sonrisa se dibujaba en sus labios. Después, no sé de donde, me venían fuerzas para quedarme. Mientras estaba en el salón y todos los chicos se secreteaban acerca del chico llorón, me repetía una y otra vez: "Abuelita va a volver. Lo prometió". Ella nunca me ha fallado. Nunca lo hará.

-Y nunca faltó a su promesa.

Hace unos cuantos años abuelita cerró sus ojos y durmió.
Durmió muy dulcemente.

Conservo en mi alma el aroma de su alma.
En mi corazón guardo su cariño.

Y vivo una hermosa esperanza.
Bendita esperanza:

La volveré a ver.
-Sí.
-Ciertamente,-Dijo Jesús.-Vengo en breve.

A veces me siento el mismo niño llorón de antaño:
La vida me da miedo.
Me asusta la soledad.
El mundo me parece un gigantesco monstruo de ficción.
Me aterran "Los niños grandes".
Me abruman los problemas.
Me siento tan frágil...
¡No puedo más!
Y abuelita ya no está junto a mi para infundirme valor.

¡PERO ESTÁ ÉL!

Siento su mirada en mí.
Y sus manos.
Y su dulce sonrisa.

Y saben...
¡Ya no tengo miedo!
Hay algo en su mirada, que me fortalece.
Hay algo en sus palabras, que me hacen sentir amado.
Hay algo en su presencia, que me da la seguridad que necesito.
Y hay algo en sus promesas, que me hacen tener la certeza de que volverá.

-¿Volverás por mi? -Lo miro con anhelo.
-Sí. -Hay una dulce sonrisa en sus labios. -Confía en mí.

Extiende su mano. Me tomo de Él. Como un niño con su padre.
Y confío.

-Sé que lo harás. Sé que volverás por mí.

En la mañana de la resurrección veré a abuelita.
Volveremos a tener junto a nosotros a los amados que la muerte nos arrebató.
Nunca más diremos adiós.

-Ciertamente, vengo en breve.

-Amén, ven Señor Jesús. (Ap. 21:1-7)

EL DESVÁN





Como un desván lleno de cachivaches, así es nuestra alma sin Dios.

No hay orden. No hay paz. Un revoltijo de sueños frustrados y recuerdos dolorosos. Un cuarto oscuro, abandonado y frío.

Las ventanas están cerradas a la luz del sol y el ambiente húmedo hiela sus paredes.

Pensamos ser felices bajo nuestras propias reglas y bajos nuestros propios deseos. Pero sin El no es posible serlo. Por lo menos no realmente. Solo acumulamos cachivaches y trebejos en el corazón. Cosas sin valor que solo ocupan espacio y se unen a los miles de objetos polvorientos que yacen en un rincón sin utilidad alguna para nosotros.

Cuando pequeño, en más de una ocasión mi madre me puso a sacudir el viejo cuarto donde se guardaban las cosas inservibles que alguna vez arreglaríamos o que por lo viejo ya no eran útiles pero que guardábamos para ocuparlas mas adelante. Entrar a ese lugar sin vida me daba miedo: herramientas que nadie usaba, muebles sin barniz, juguetes mutilados. Cosas sin utilidad. Oscuridad y frío. Vacío y soledad.

Como nuestra alma sin Él.

Un recuerdo. Un cuadro de nuestra vida que el corazón guardó. Como una foto desgastada. Cubierta con un cristal roto que nada protege. Que para nada sirve. Solo estorba para ser realmente feliz. Solo lastima.

¿Qué se hace cuando se descubre que todo momento que se vivió lejos de su presencia es como un cuadro viejo abandonado en el desván?

Recuerdo que yo tenía lástima de tirar muchas de las cosas que ya era inútil seguir conservando. El carrito sin llantas. Los libros amarillentos y sin pastas. La ropa apolillada que nadie se ponía. Mis dibujos del kinder…

Pero llegaba mamá. Con ella no había trato ni negociación. Lo que servía lo dejaba. Y lo que no, terminaba en la basura. Así fue siempre. Ella tenía un sentido muy refinado para distinguir lo que era útil de lo que no lo era.

Así es Dios

Si lo dejamos entrar hará lo mismo que mamá solía hacer. Eliminara de nuestras vidas todo aquello que no sirva. Todo ese dolor. Toda esa vergüenza. Todo ese remordimiento. Y en su lugar dejará todo eso que él sabe que llenará nuestra vida de felicidad. Como su paz. Y su perdón.

Como un almacén lleno de cachivaches es nuestra alma sin Dios. No hay orden. No hay paz. Un revoltijo de sueños frustrados y recuerdos dolorosos. Un cuarto oscuro, abandonado y frío. Hasta que El llega y ocurre el milagro. Su amor lo limpia todo. El llenara ese dolido corazón de luz y felicidad.

Así lo prometió.

...Y lo hará. (Is. 1:18)